domingo, 5 de noviembre de 2017

Los 90 años de Enrique Lafourcade



Escribe: José Miguel Ruiz
(extraído de "El Mostrador": El mostrador)

Mi amigo el poeta Rodrigo Verdugo –un poeta verdadero que quedará en la historia de la poesía chilena– me ha recordado que Enrique Lafourcade cumplió 90 años, en su retiro de Coquimbo. Hace mucho tiempo que no sé de este (lo seguí por mucho tiempo en sus crónicas dominicales de “El Mercurio”), salvo que vive en Coquimbo con su mujer y sus olvidos. Pero es bueno recordarlo. Hace muchos años escribí un artículo en un diario de San Antonio, "El Líder”, escribiendo que creía que Lafourcade era merecedor del Premio Nacional de Literatura. No hubo eco alguno. Es posible que tampoco ahora, pero él es un escritor que lo merece. Durante muchos años animó la vida intelectual chilena, como escritor, como crítico, como “tábano” socrático, interpelándonos siempre. Un día se retiró con su mujer a Coquimbo o sus alrededores, prefiriendo el “alejamiento del mundanal ruido”, sin decir nada más, seguramente influido por sus maestros, Luis Oyarzún, Roberto Humeres y quién sabe si su amigo –del que mucho escribió– el poeta Eduardo Molina Ventura, del cual sabemos más por el mito que por lo que él contó de sí. Hay gente que necesita hablar de sí misma, pero están también aquellos de los que otros hablarán. Son los que me apasionan.
Conocí a Enrique Lafourcade cuando yo era un joven que llegaba a estudiar a la capital –a conocer gente que nunca he olvidado, Teresa Calderón, Mercedes Echenique, Cristián Rosemary, Ángel Cossio y otros que saben que están presentes en estas líneas o mi recuerdo–. Estuve alguna vez en su casa, creo que en Pedro de Valdivia Norte –y si me equivoco, importa poco–, fuimos con mi viejo maestro Roberto Humeres; otra vez, con Jorge Teillier estuvimos en la casa del poeta Fernando de la Lastra en la costa, no recuerdo exactamente dónde, pero sí el mar, esa vista hacia todo el mar, en los faldeos de una colina que permitía encontrarse con el mar profundo y cotidiano, el mismo que vio Neruda; otra vez en casa de la pintora y escultora Cristina Wenke, la compañera del poeta Jorge Teillier, y este convaleciente de alguna crisis de salud y allí llegó Enrique Lafourcade, a acompañar a su amigo el poeta, en San Pascual 355, u otro número. Es lo que recuerdo. Una vez más en la Plaza Mulato Gil de Castro, cuando con Fernando Balmaceda habíamos ido a buscar a Eduardo Molina de su retiro en un campamento donde vivía con quienes lo habían recibido –el campamento Juan Francisco Fresno, donde fue acogido ese histórico de la poesía chilena, el poeta Molina, que ese día, seguramente en el lanzamiento de algún libro de Lafourcade, asistió a ese mundo que ya no era el suyo–; otro día, ya lejos del tiempo que narro, en un lanzamiento de un libro en San Antonio. Otro día dejé de saber de él. Otra vez en el funeral de Molina en el Cementerio General, allí atrás, como si quisiera pasar inadvertido, mientras sepultaban, en una sepultura familiar –Lavín-Ventura–, al poeta Molina, donde quizás pocos lo han visitado. Allí estaba Lafourcade entre las tumbas de las cercanías, silencioso, meditabundo, solitario. Molina había sido un amigo e inspirador de artículos e, incluso, de una novela. Un día cualquiera dejé de saber de él, Teillier ya había muerto, Roberto Humeres mucho antes y otros amigos, hasta que un día supe que se había retirado con Alzheimer a Coquimbo. Pasó el tiempo, y me entero de que cumple 90 años. Retirado de todo este autor que escribió un clásico de la literatura chilena, “Palomita Blanca”, y otras obras, entre ellas “Mano Bendita”, libro del cual alguna vez escribí un artículo en el diario mencionado anteriormente. ¡Qué hombre más decidido en su tiempo!, ¡qué olvido de él ahora!, ¡qué valiente en su lucidez!, ¡qué polémico en sus días!: Lafourcade, ahora casi olvidado y que no recuerda él mismo parte de su historia, es un gran escritor y digno de todos los reconocimientos y, por cierto, del Premio Nacional de Literatura, aun cuando ya pudiera ser solo algo simbólico. De seguro que me apoyarían notables hombres de las letras e intelectualidad chilenas de la Generación del 50, enormes en sus sueños y en su retiro eterno: Roberto Humeres, Luis Oyarzún, Eduardo Molina, Jorge Teillier, y otros que conocieron a este “tábano”, a este escritor chileno refugiado en el olvido y el desprendimiento propio de los grandes espíritus.
José Miguel Ruiz (1956). Es profesor de Castellano, titulado en la P. Universidad Católica de Chile, autor de artículos en diversos medios. Autor de "El balde en el pozo" (Ed. El Placista, 1994),"Jorge Teillier, poeta de la lluvia" (breve antología, Ed. Platero, 1996), y el libro de relatos poético-infantiles "Cuentos de Paula y Carolina", con ilustraciones de Diego Artigas San Carlos (Ed. Platero, 1997; reeditado por Ed. Forja, 2011), entre otros títulos.
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